sábado, 5 de marzo de 2011

Sofía

“¡Apágame y por favor mitiga toda conciencia en mí!, porque todas estas noches lánguidas ya me han agobiado y mi cabeza solo da vueltas alrededor de algunos recuerdos escogidos”, decía Sofía con sigilosa agitación, mientras echada en cama, frotaba su frente con su antebrazo izquierdo y la mano derecha trataba de calmar algo en su pecho.

Cuánto deseaba extraer ese sentimiento suyo, esa brea que crecía de repente, sin ningún tipo de aviso, que la amenazaba como si fuera a ahogarla con furia y desprecio, “¡Cuánto espero que toda esta estupidez se diluya entre mi lluvia y su profundidad!” pensaba, mientras una honda aspiración preludiaba el llanto.

Sola, en esa habitación rentada, con las luces de los autos en movimiento atravesando la ventana y reflejándose en el techo y la pared, Sofía había dejado por primera vez de esperar un signo divino o terrenal, para continuar intentando o simplemente para continuar.

Una vida llena de miedos, inculcados por los fantasmas de sus padres y la muerte de su abuelo, hicieron de ella una fiel expectante de señales y contraseñas para actuar o dejar de hacerlo; actuar si, porque al final de todo, su vida era como un teatro.

Ya en la mañana y por el frío del invierno que se acercaba a la ciudad, se despertó temblando, con los ojos hinchados y las pestañas medio pegadas por la sal de las lágrimas, no importaba la hora, ya no importaba nada en realidad, sólo tornar en letras su aflicción. Se levantó y con los pies desnudos caminó hacia el bolso de cuero forjado que alguna vez perteneció a su abuelo, sacó su gran bloque de hojas y un bolígrafo y volvió a la cama, más despierta por el frío en los pies que por el hecho de haber abierto los ojos.

“Últimamente mis pensamientos van de lo confuso a lo obtuso, sin la oportunidad de un simple acierto, haciendo del enojo y el desánimo mis fieles máscaras, taladrando mi mirada y sellando las palabras” escribió, con lentitud, borrones y luchando con el bolígrafo de tinta congelada. Había sido un día difícil el de ayer, uno de los más difíciles de todos los que en el calendario marcaban 4 meses desde el fallecimiento del anciano, quien se fue un 7 de mes.

Para Sofía, la muerte del abuelo no había sido una “triste sorpresa” como lo expresó su padre por teléfono al enterarse, sino la “crónica de una muerte anunciada” como sarcásticamente lo dijo su madre en el hospital, entre miradas de acusación y una falsa mueca de dolor. De nuevo había sido su culpa, se repitió a sí misma, había sido ella el verdugo que determinó el momento final de aquel viejo que la había amado como a una hija. Cómo odiaba ser el reloj de arena que fijaba a los que amaba, el tiempo que les restaba de vida.

“¡Perdón, perdón, perdón…!” fue la palabra que desde ese día llenaba 28 hojas del voluminoso bloque, seguidas por dos días en los que al finalizar escribió “He maldecido mi procedencia, sangrando mis raíces y desgarrando para mi, mi pasado”. Después de aquel extraño preámbulo, al 3er día, Sofía daría un cambio radical al matiz azul con que solía escribir, puesto que una nueva historia llegaría a sus hojas.

Eran tantos los secretos detrás de las hojas, que habían palabras ilegibles de tan maltratadas, leídas y lloradas que estaban; pero no importaba, porque Sofía sabía exactamente qué decían, el orden y sobre todo las claves escondidas en ellas, claves que sellarían el momento de su partida.

Fueron sus padres, quienes durante 16 años, como expertos del fino arte del teatro, montaron para todos una obra supuestamente impecable, pero que para ella en particular figuraba repetitiva y mustia, hasta que una mañana, sin aviso, decidieron dividir el escenario en dos locaciones, una para él y una para ella, repitiendo una y otra vez que en realidad no era el deseo de ambos; mientras que con una notable sonrisa empacaban sus pertenencias. Sofía, quién difícilmente había aprendido a descifrar algunas de las “maneras”, por no decir manías de sus padres, quedó como siempre aturdida, ¿sería que al final nadie iría a ningún lugar? o que ¿todos se irían juntos? ¿con quién iría ella? ¿y el abuelo?.

Como lo hizo a lo largo de su niñez, se puso a pensar en las señales que le harían entender qué iba a ocurrir; sucesos, un ave, tonos de voz, gestos, palabras e incluso sueños. Era tristemente hilarante el hecho de que a pesar de que casi nunca sus señales coincidían con lo que iba a suceder, se aferraba apasionadamente a ellas por las pocas veces en que si le dieron una respuesta.

Finalmente, Sofía quedó con el abuelo, como no lo había previsto, puesto que 7 días antes su madre usó el chal rojo que ella le regaló en navidad, señal de que se la llevaría a vivir con ella y que la amaba, así que es de imaginarse la decepción y la mueca de desencanto en su rostro cuando una marca roja de labios, excesivamente pintados, quedó tatuada en su mejilla, acompañada de un aroma penetrante a jazmín y un aparatoso “¡te quiero tanto hijita que no quisiera dejarte!; pero te llamaré pronto, cuida del abuelo”.

Fue entonces que empezó a narrar en frases los 7 últimos años y una de ellas, la que hacía que se encogiese abrazando sus pantorrillas cada vez que la leía, pues estaba dedicada a su eterna incertidumbre y formaba la línea principal de su guión, era: “Es tan grande mi temor hacia ti que tan solo busco la materialización de sentimientos, pensamientos y deseos; la concreción de lo abstracto y el entendimiento de todo a mi alrededor”.

El abuelo quien en realidad era un sirviente que había criado tanto a la madre como al padre de Sofía, quienes, a su vez como primos lejanos quedaron huérfanos en un accidente de viaje familiar, fue siempre lo bastante humilde; es decir sabio, para nunca sentirse parte de esa familia, hasta que llegó Sofía, la niña de grandes ojos castaños y pecas, que con pocos dientes en la boca le sonreía mientras le decía abuelo.

La mañana de aquel día en que el matiz de su escritura se transformara, Sofía caminaba hacia la tienda cuando tropezó con Nicolás, quién dejando caer unos pinceles al suelo, se dio la vuelta, para encontrase por un segundo con uno de sus ojos, que escurridizo, se vislumbraba a través de su cabello.

Por la cama de Sofía habían pasado muchos, y muchas lágrimas también fueron absorbidas por sus almohadas. Aquella piel trigueña y pecosa había sido surcada innumerables veces por labios sedientos y garras impacientes; aquella boca, mordida por dientes descarados; aquellos oídos seducidos por blasfemias y humedad y aquel cuerpo, aquel cuerpo, poseído por el fuego, esperando tal vez a ese amor tan idealizado en su mente.

“Sofía mi dulce ángel”, frase escrita con caligrafía diferente y enorme, en la única hoja sin arrancar de su última historia romántica, fechada hace dos meses aproximadamente, era la privilegiada para ser llorada; no solo porque aquel hombre fue al que más amó y en quien más creyó -por no decir que la fe ciega en el amor era una característica inherente a ella- sino porque él fue, alguna vez, el padre de aquel niño que no llegó a ver la luz…su niño.

Cansada de frotar aquel bolígrafo en sus manos, sin poder alcanzar la temperatura suficiente para hacer fluir la tinta, le quitó la tapa para sacar el tubito que la contenía, procediendo a soplarlo, morderlo y maldecirlo al mismo tiempo que se manchaba la boca y las palmas de negro. Lo clavó en la cama, tiró el bloque de hojas por la habitación mientras rugía de manera lastimera, aullando su pena, cuando al fin, al compas de su pecho agitado y un momento de catatonía, su mirada perdida atinó a centrarse en sus manos, aspiró la mucosidad de sus fosas nasales y se limpió con el dorso de la mano, cogió el bloque, el tubito y escribió: “En mis manos ésta tinta se convierte en sangre y de mi vientre tan solo escapa un grito silenciado que araña mis entrañas”.

Cada hoja que encerraba su historia con Nicolás, con excepción de la que él mismo había escrito, había sido devorada por el fuego el día anterior, pero las palabras aún reverberaban en sus oídos y las imágenes en su mente. “Sensual como la miel cayendo sobre la superficie de tus labios, mis besos se deslizan en la profundidad de tus huellas, claroscuros pensamientos surcan nuestras mentes, luces tenues se infiltran en mis palabras”.

Aquel amor fue tan intenso que la cegó ante toda posibilidad de razón o entendimiento. “¿Que inexplicables sentimientos se conjugan en ti y en mi para que hoy esté a tu lado, compartiendo mi corazón y mis miedos, mientras te entrego el alma en un beso y una mirada interminables?”; pero para ella, al contrario de lo que todos creían, eso fue libertad. “Es en la oscuridad de nuestro espacio que la espesa bruma nos nubla la visión y dependemos tan solo de nuestros instintos; de la inequívoca percepción de los sentidos, de las coordenadas surgidas de la intuición, una intuición tan sutil que no es tomada en cuenta y hace que nos unamos de un modo enigmático y embriagador”.

Aquellos 3 meses fueron los más tremulantes en la vida de Sofía, llenos de labilidad; de expresas rupturas y reconciliaciones ambiguas, de manifestaciones oníricas, de nuevos paisajes, intimidad, risas, rabia, de lujuria y bajo su juicio, de amor. “Es agradable la melodía que suena hoy en nuestros oídos, es delicioso el perfume que nos invade, es estimulante el paisaje que nos circunda”.

Al notar que la muchacha se iba, Nicolás gritó “¡Hey! ¿no vas a ayudarme?” y parado esperó a que Sofía, quien se había quedado tiesa, se diera la vuelta. Cuando ella lo hizo y levantó la cabeza tímidamente para encontrase con sus ojos, volvió a preguntarle, pero ésta vez con una voz más suave, ella, con un gesto de estar saliendo de un estado de estupor, hizo un ligero movimiento de afirmación con la cabeza y se acercó. “lo siento, Sofía y adiós” fueron las únicas palabras que pudo decir ante las preguntas de Nicolás y después se fue caminando, mirando para atrás después de unos cuantos pasos.

Nicolás la siguió con la vista para ver hacia dónde se dirigía y la vio entrar a una casa avejentada, sonrió y continuó su camino. Aquel mismo día, sin poder olvidar su encuentro, hizo un retrato de ella, lo usó como excusa para volver a verla y salió en su búsqueda.

Sofía por su lado, había sentido “algo” después de un mes y dos días de completa anhedonia, aquel muchacho la había despertado a un sueño nuevo. “Muchacho, cómo te has metido de un instante a otro entre mis ojos…” alguien tocó a la puerta, “¿quién podría ser a las 12 de la noche?” se preguntaba, hizo caso omiso y trató de volver al bloque de hojas: pero de nuevo, golpes en la puerta.

Está por demás decir que Nicolás y el retrato fueron invitados a pasar y fue donde todo comenzó. “Muchacho ¿cómo te has metido de un instante a otro entre mis ojos, embriagando los aromas y texturizando las sensaciones, mientras cautivas a mis oídos y a mi toda?. Es que siento que todo se ha dado de manera súbita o ¿será que en realidad no me había percatado del devenir de los sucesos hasta el día de hoy? La verdad es que la sorpresa me ha tomado por sorpresa y sí, la redundancia no solo figura en éstas cuantas letras, sino que también me palpita en la cabeza cuando se trata de ti”.

Guiada por el ilusionismo en el que estaba sumida, Sofía hacía que nada, más allá de sus señales, importara en realidad, porque aquello que entre los dos tenían estaba por fuera del entendimiento regular. Es por eso que el día en que iba a decírselo, el cielo le cayó de repente al darse cuenta de que él no volvería y terminaría convirtiéndose en uno más de sus fantasmas. Fue entonces que se maldijo una y otra vez por no saber qué hacer ahora que estaba embarazada de dos meses y sobre todo por no haber notado las “otras señales”, ¿cuáles eran las verdaderas al final de todo?.

La pobre Sofía sentía enloquecer “¡putas señales, putas, putas todas y cada una!”. En medio del pantano de desconcierto, insistía recordar las últimas semanas para entender qué había pasado por alto, ¿qué había ocurrido con Nicolás que ella no supo leer?¿qué había hecho mal? no lograba entender. Fueron días largos e inertes, casi no comía ni se levantaba de cama, hasta que una mañana la ira se encarno en ella y arrebatada deshizo la habitación en la que había sido tan feliz con su Nicolás, arrancó de la pared el retrato con el que comenzó su historia, las fotografías y del bloque, las hojas escritas, las quemó todas junto a algunas ropas y si hubiera podido se hubiera quemado a sí misma; pero de repente un trueno le destrozó el vientre y comenzó a sangrar.

Fue en el hospital que recuperó el sentido y reparó en el vacío, un vacío que nunca jamás había experimentado, ni cuando sus padres la habían abandonado, ni siquiera cuando dejó al abuelo y éste murió de un paro cardiaco a los 4 días, más por viejo que por otra cosa, mientras ella iba de viaje con uno de sus novios. Ésta vez el vacío era además físico; como el hoyo hecho por una bala o el hueco de un pozo profundo.

Con algo de dinero, unas cuantas ropas, el bloque de hojas, un bolígrafo y la culpa de la muerte dentro de la bolsa de cuero forjado, Sofía dejó para siempre las señales y el alma encerrados en la vieja casona del abuelo, terminando rentando una habitación cualquiera.

Lo último que se encontró escrito en el bloque y sin fecha fue:
Aquí y ahora, con la luz titilando como las gotas que caen al ritmo descompasado de la lluvia azul que me invade.
Aquí y ahora, cuando no hay más en mi cabeza ni en mi lengua,
cuando he dicho y hecho todo cuanto pensé que valía la pena,
es que me encuentro sola, en silencio y mirando hacia mis pies.

Duele el golpe frío y allá, a lo lejos, tu silueta.

Caminar y ver caminar,
recordar y no entender cómo.
Aceptar el no significar, darse cuenta que lo que siento no existe fuera de mí.

¿Qué se yo de los porqués y de todo esto? ¿Qué sabes tú de todo esto?
Aquí y ahora no quiero absolutamente nada, aquí y ahora es que me encuentro sola, en silencio y mirando hacia mis pies.


Día___del mes de mayo ___hrs.___minutos____segundos


El cuerpo de Sofía fue encontrado 4 días después por el dueño del cuarto, colgado de una de las vigas por una sábana, con el cabello suelto, un camisón de tiros blanco y la boca y las palmas enlutadas por tinta.

El caso atendido por el organismo policial fue notificado a los familiares simplemente como suicidio y gracias al bloque de hojas con las historias fechadas por día y una serie de números encerrados en círculos: 4, 7, 28, 3, 16 y 12, que extrañamente al multiplicarlos o sumarlos, terminan repitiendo el patrón de tres números en específico 7, 4, y 3, se pudo establecer la temporalidad de los hechos, así, el día de la muerte del abuelo fue 7 de enero, el día en que conoció a Nicolás 7 de febrero, la edad que sofía tenía al morir; 23 años y más importante que todo aquello, el día y la hora exacta de su muerte:

Día 7 del mes de mayo 7 hrs. 4 minutos 3 segundos

AdA
17/06/10 - 8/7/10

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