miércoles, 9 de marzo de 2011

Rain dogs

Las manecillas del reloj marcaban las nueve de la noche, el frío citadino ya le había anunciado una fría velada, pero Carlos solo atinaba a esperarla.

Un perro de esos que a nadie le importa y nadie admira se le acercó para olerle los zapatos, Carlos lo miró y empezó a escuchar ésa voz mental que solía susurrarle cosas, “cómo te huele, hambriento, buscando, como tú a ella”. Hizo el ademán de acariciarle pero el perro le esquivó rápidamente, como escapando de las palizas de las doñas del mercado lanza.

“Tranquilo, no te voy a hacer nada, ven” y buscando algo en los bolsillos, solo encontraba restos de papel higiénico, una envoltura de un dulce alka y 50 ctvs. “¡Mierda!” se lamentó recordando que se le había terminado el dinero por cargar crédito a su celular el día anterior. “Estas pelado y ella ni se digna a responder tus mensajes”. Buscó en su mochila y encontró restos de una marraqueta. Cuando el perro ya se iba en otra dirección gritó “¡Ven, toma, toma!” el perro emocionado, presintiendo que iba a recibir algún alimento empezó a menear la cola y a salivar como loco. “Cuando quieren algo, todas mueven el culo”, “¡Claro!, convenenciero, ¿recién te animas a quedarte no?”, “Ella no se queda aunque le des todo”.

De pronto volvió a mirara el reloj, notando que eran las 9:45 pm. “No va a venir” y  una corriente de aire frío le recorrió la espalda; pudo ser el cruce de viento que caracteriza a  la Pérez Velasco o el miedo de no verla llegar. “No le importas, no te quiere”.

Agudizando la mirada, a lo lejos le pareció verla, flaca, de pelo semilargo y suelto sobre su faz morena, con la chamarra deportiva azul y celeste de algún hermano bolivarista, un jean barato y zapatos viejos; no, no era ella. “Seguro está tirando con ése desgraciado la muy pu…”, “¡Basta!” masculló con los dientes chasqueantes por el frío, tratando de callar ésa voz que estaba empezando el ya conocido acorralamiento verbal, del cual Carlos no era muy capaz de zafarse.

“No, no va a venir” decía. “Más solo que un perro”. La rabia lo estaba haciendo preso.   “Seguro que se está paseando feliz en el mini de ése cojudo del 211, ¿qué hago?” balbuceaba mientras apretaba los puños tan fuerte que parecía que iba a romperse los dedos, “Tiene que pagar”.

El perro, mientras tanto, se rascaba y mordisqueaba el pellejo tratando de matar a cuanta pulga esté alojada en su cuero. “¡Cuánto quisiera ser tú ahora!” le dijo mirándole, “Para matar a mordiscos a los chupasangre”, “Sólo te preocupa comer algo y no morirte de frío”, “Hasta hace unos días eras igual a él”.

El tiempo transcurría impasible ante la escalada de angustia, hasta que el pequeño canino decidió enroscarse, metiendo el hocico entre las patas y empezó a dormitar. Carlos, con el dolor clavado en los ojos, miró por última vez el reloj, dando paso a las 10:53 pm., se levantó y emprendió el camino de subida a la Buenos Aires. “¡Juro que si los veo en el mini de ese cabrón los mato!”, “Marica, no podrías…tiene que pagar”.

Al ver que su par humano se levantaba, el canino se sacudió el sueño y lo acompañó. No importaba pasar por la esquina de los de la mara de la punta, “¡Maricones con cuchillo, no son nada!”. Lo suyo era rabia verdadera y asfixiante.

Borrachos, aparapitas, cholitas, doñas, chiquitos y vendedoras de tripitas le pedían u ofrecían algo. “¡Carne!, al final todos quieren un trozo de lo que tengas, coge un poco de carne tu también…perro!” escuchaba entre risas burlonas, mientras observaba cómo el can paseaba olfateando y se quedaba en uno que otro lugar esperando alguna sobra. “Mendigo”.

Llegando a la esquina del mercado Hinojosa se puso a escudriñar con la mirada el interior de cada minibús 211 que pasaba por ahí, su rabia y ansiedad se habían puesto de acuerdo para entablar un juego de poder en el que la escalada simétrica terminaría estallándole en la cabeza.

Ya se estaba imaginando lo que haría, primero abriría la puerta del conductor para sacar por el cuello al infeliz, lo reventaría golpes, “¡Destrózale el cuello hasta que ruegue por piedad!”. Ya escuchaba los gritos de ella pidiendo que pare; pero no lo haría. Después, a ella, la agarraría por los brazos, le gritaría ¡Puta, puta, mil veces puta!, la besaría, aunque no quiera, “Muérdele los labios hasta que sangren para que sienta que el amor duele, ¡duele en la piel!”, la botaría al piso y le escupiría.

Y entre todo este torrente de sangre en las venas y pensamientos en la cabeza, la vio, ahí dentro y corrió, corrió como nunca. El perro al verlo, fue detrás de él y juntos por unas cuadras, lado a lado, ladrando, hicieron parar aquella movilidad. “¡Ataca, muerde!”.

 El conductor, parando en una esquina ante los gritos de la muchacha, se disponía a bajar del minibus; pero la mirada desorbitada de Carlos lo hizo dudar. ¡Carlos!, ¿que te pasa? gritó la muchacha, ¿qué haces?. ¿Quién es éste? preguntó el hombre, ¡un compañero de mi curso!. ¿Qué quieres? le preguntó, ¡¿qué quieres?! gritó ante el silencio de Carlos. El perro ladraba como loco. ¡Carlos responde pues! protestó la muchacha. Carlos no se movía, parecía una estatua de cera con los ojos desorbitados.

¡¿Es tu chico?! inquirió molesto el hombre. ¡No! respondió asustada la muchacha. ¡Dime la verdad Nubia o le voy avisar a la mamá y te vamos a sacar la porra! gritó. ¡De verdad no es nada, está en mi curso; pero ni le hablo porque nos da miedo, anda hablando solo, se rasca y me mira todo el rato!. El perro saltaba hacia la ventana, y daba topes hacia la puerta; de un momento a otro se había vuelto increíblemente salvaje. ¿Y éste perro de mierda de dónde es?, vociferó el hombre, abriendo al mismo tiempo la puerta para darle una patada al can; pero al tratar de hacerlo recibió tal mordida en la pierna, que tuvo que meterse de nuevo y encender el motor –como pudo-  para alejarse del lugar, no sin antes bramar mil improperios contra Carlos y el perro.

Como de una especie de trance, Carlos despertó sacudiendo la cabeza rápidamente, sintiendo en primer lugar las palmas adoloridas por las uñas clavadas en ellas, la mandíbula tiesa y los miembros más fríos que el asfalto de la calle, de pronto sintió mucha sed, como si hubiese perdido gran cantidad de saliva y tuvo ganas de volver a casa. El can, que había perseguido unas cuadras más a la movilidad, corrió de nuevo a su encuentro y lo acompañó hasta su puerta. Al abrirla Carlos volteó por un momento y lo miró fijamente a los ojos, el can con la legua floja le ladró una vez y se fue.

¿Porqué has llegado tan tarde?, le preguntó su tío, “no tenía dinero y me he venido a pata” respondió. Se acostó en cama y enrollándose, poniendo la nariz entre las cobijas escuchó la voz que decía “Hasta hace unos días eras igual a él”.

3/11
AdA


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